El ascenso al poder de los Nazis provocó el fin de la República
de Weimar, una democracia parlamentaria establecida en
Alemania después de la Primera
Guerra Mundial. Después de su derrota en las elecciones de 1932, el NSDAP promovió una
ola de revueltas y violencia callejera que llevó al débil e inestable gobierno
al colapso. El jefe de Estado, Paul von Hindenburg, fue presionado a pactar con Adolf Hitler, quien fue nombrado canciller
alemán el 30 de enero de 1933. Una vez en
el cargo, Hitler decretó nuevas elecciones en medio de una intensa propaganda
nazi. El 28 de febrero, poco tiempo antes del inicio de los comicios, el edificio del Reichstag (el
Parlamento alemán) fue incendiado. Entonces Hitler culpó a los comunistas,
sugiriendo que el incendio era el comienzo de una revolución y sembró el pánico
con el objetivo de obtener un mayor caudal electoral, de esta manera el
gobierno promulgó un decreto que suspendió los derechos civiles
constitucionales y creó un estado de emergencia en el cual decretos oficiales
podían ser promulgados sin confirmación parlamentaria. Finalmente, las
elecciones le otorgaron el control del Parlamento, el que poco después aprobaba
una ley que establecía una dictadura a través de medios democráticos.
En los primeros meses de la cancillería de Hitler, los Nazis
instituyeron una política de coordinación -el alineamiento de individuos y
instituciones con los mismos objetivos de los nazis-. La cultura, la economía,
la educación y la ley, todos vinieron bajo control de los nazis. El gobierno
nazi también intentó coordinar las iglesias alemanas y, aunque no fue
enteramente logrado, ganó apoyo de una mayoría de clérigos católicos y
protestantes.
Una propaganda extensiva fue usada para difundir los objetivos y ideales
del gobierno. Con la muerte del presidente alemán Paul von Hindenburg en agosto
de 1934, Hitler asumió los poderes de la presidencia. El ejército prestó
juramento de lealtad personal a Hitler. Hitler impuso desde entonces un
gobierno centrado alrededor de su figura, basado en el principio del líder o Führerprinzip. Según este principio político, el Führer quedaba identificado con el
pueblo («era» el pueblo), y sólo él conocía y representaba el interés nacional.
Esta representación del pueblo por el líder era esencial: no suponía ningún
procedimiento de consulta y delegación del poder. El Führerprinzip, sostenían
sus ideólogos, reemplazaba a un gobierno irresponsable e impotente (el
parlamentario), por otro poderoso y en el que la responsabilidad recaía en una
sola figura. Así, la voluntad del Führer se transformaba en la ley. La
aplicación de este principio resultó en formas totalitarias de control y
represión, ya que cualquier oposición a los designios del Führer era, por
definición, antinacional.
El antisemitismo jugó un papel importante dentro de la doctrina nazi. A
la raza aria como símbolo
perfecto de todo lo puro en Alemania se le
contraponía la perversión de la raza judía, enemiga del género humano. Los
judíos fueron presentados por Hitler como cabeza de turco por la derrota
alemana en la Primera
Guerra Mundial. La propaganda nazi se encargó de difundir toda
una serie de películas de cine (como El judío Süß y El judío eterno), panfletos
y demás publicaciones que lograron reverdecer el latente antisemitismo de la
población. A medida que los nazis fueron ganando poder, los judíos se vieron
cada vez más perseguidos hasta culminar en el genocidio conocido como Holocausto o Shoá.
La crítica abierta del gobierno fue suprimida por la Gestapo (policía secreta estatal) y el Servicio de Seguridad (SD) del partido
nazi, pero el gobierno de Hitler era popular con la mayoría de los alemanes.
Sin embargo había algo de oposición alemán al estado nazi, que iba desde
disidencia hasta el intento de asesinar Hitler el 20 de
julio de 1944.
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